3ª parte de la trilogía «LA LUZ QUE NO APAGARON»

En los primeros años del franquismo, el panorama era aterrador. El mundo enfrentado en la II Guerra Mundial miraba a cualquier parte, menos a España. Franco no tenía límites en su acción represiva. Cientos de miles de demócratas fueron confinados en campos de concentración. No había ninguna supervisión de organismos humanitarios internacionales que levantara acta de tantas atrocidades. Muchos de los represaliados acabaron en batallones de trabajo esclavo.

El régimen estableció el inmisericorde Patronato de la Merced de redención de penas por el trabajo, que actuaba con presos a quienes se aplicaban caprichosas y duras sentencias por no compartir las mismas ideas que las de sus represores. Numerosas empresas vinculadas al régimen obtuvieron enormes beneficios por la utilización de esta mano de obra penitenciaria. Las condiciones de trabajo eran las correspondientes al trabajo forzado: violencia, apaleamientos, disciplina penitenciaria a cargo de un ejército y de unos cuerpos de seguridad victoriosos de carácter naci-fascista, insultos y vejaciones permanentes, arbitrariedades, horario extenuante, escasez de herramientas, falta de higiene, falta de alimentación, falta de supervisión médica, miseria… España es convertida en una suerte de parque temático de cárceles y penales, de campos de concentración, de campos de trabajo forzado, de fosas comunes, de cuartelillos, de patrullas de vigilancia militares y paramilitares, de estraperlo y corrupción… y, a la vez, de conventos y cuarteles. Los traumas que deja en la población agredida aquella especie de estado-prisión jamás son estudiados, pero sus consecuencias, sus efectos en las conductas y en los sentimientos, tanto a nivel colectivo como individual, se transmiten de una a otra generación de forma apenas consciente a lo largo de ocho décadas…